lunes, 2 de abril de 2012

El peregrinaje de las aves es cosa de espantarse. A veces, una vuela por debajo de la patria, augurando un sueño que le revolotea desde hace tiempo y no puede sacarse. A veces un ave sabe que va a morir y entonces prefiere mirarse las alas y darse cuenta que no es más que el silbar de las nubes. Entonces escupe con todas sus fuerzas, y de la boca se le escapan vómitos verduscos, amores de segunda mano, pedacitos de tela que se le han espantado a cada bocado. En un solo paso, pierde peso y las alas se le desmoronan pedacito a pedacito: ha comenzado la caída libre.
Diez kilómetros abajo, un hombre observa el garabato insulso que le han dejado debajo de su puerta. Sin soportarlo más, toma un sorbo de aire y decide a tocarle las puertas al suicidio, detrás de una baranda desconfiable y fría. Mira las nubes, como último simulacro de un abrazo estupefaciente: de entre las partículas y el viento, cientos de plumas grises se le estampan en las sienes, como amplios goterones que han olvidado la gravedad de los cuerpos.


Ya no aguanto más de esta locura
de la vida claroscura

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